
El Real Cartagena no es una pulsera que uno se quita y se vuelve a poner. No es recuerdo, ni moda, ni baratija emocional. Es símbolo, identidad y una herida que todavía respira
Por Hegel Ortega
Hay cosas que parecen buenas, y terminan siendo lo contrario. Lo que se vuelve hábito, deja de doler… pero no por ser sano, sino por convivir con él. En el fútbol —como en la vida— uno aprende que la rutina también puede desgastarlo todo.
El Real Cartagena no es una pulsera que uno se quita y se vuelve a poner. No es recuerdo, ni moda, ni baratija emocional. Es símbolo, identidad y una herida que todavía respira. Pero hay quienes lo tratan como mercancía: lo exaltan cuando conviene y lo abandonan cuando incomoda.
La eliminación de este 2025 no sorprendió a nadie que conozca el trasfondo. No fue un golpe del destino. Fue la conclusión de un sistema sin norte, sin coherencia y sin liderazgo. Sacar al técnico Craviotto antes del último partido fue la salida más simple. Lo complejo —y lo necesario— habría sido reconocer que jamás existió un proyecto estructurado.
Los días que no aparecen en las fotos
Antes de los reflectores, cuando no existían redes ni tribunas virtuales, Cartagena ya soñaba con fútbol profesional. En los años de la Primera C aprendimos a resistir: canchas duras, balones gastados, tribunas artesanales. Pero el espíritu era auténtico.
Hubo un Atlético Cartagena, de la familia Villegas. Hubo un Real Cartagena original, cuyo nombre surgió gracias a Héctor David Flores Sotomayor. Y hubo un territorio —Chambacú— que servía de escuela sin matrícula: ahí se jugaba con hambre, con calle… y con esperanza.
Hasta que, en 1991, llegó el Unión Magdalena. Ese día la ciudad sintió que la puerta podía abrirse. Y se abrió. Por primera vez, Cartagena respiró profesionalismo.
El espejismo contemporáneo
Hoy volvimos a creer. Teófilo Gutiérrez, Cristian Marrugo, Luis Sandoval, Fredy Montero… nombres que ilusionaron, pero no garantizan proceso. La ciudad tuvo prensa, tuvo micrófono, tuvo luces. Pero nunca tuvo base.
Se invirtió desde afuera hacia adentro. Se pagaron nóminas… sin pensar en raíces. No hubo semillero real ni articulación con la educación. Se jugó para ganar, pero nunca se jugó para construir. Se apostó por el show… no por el camino.
Y entre esa niebla aparecieron comentaristas improvisados, celebridades ficticias y analistas sin memoria. El ruido fue mayor que la reflexión. Y cuando el ruido domina, el alma se pierde. El Real Cartagena se convirtió en escenario, no en proceso. Se habló de ascenso… sin entender el suelo.
La advertencia que nadie atendió
En 2012, Daniel Silguero dijo una frase que muchos ignoraron:
“Real Cartagena no volverá a ascender.”
No lo dijo por rabia. Lo dijo por conocimiento. No era pesimismo: era diagnóstico. Murió en silencio, sin homenaje, en un apartamento de Castillogrande. Nunca pidió reconocimiento. Tampoco venganza. Solo que se entendiera lo esencial: quien desconoce su historia, está condenado a repetirla.
Esa deuda sigue vigente.
Un equipo con memoria fragmentada
Dos eliminaciones consecutivas no son racha: son mensaje.
Este club tiene corazón, pero le falta columna. Tiene hinchada, pero no modelo. Tiene historia, pero no estructura. Cuando el fútbol se reduce a moda, deja de ser familia y pasa a ser franquicia. Y una franquicia no sufre: se reemplaza.
El error más antiguo ha sido culpar siempre al jugador. El más dañino, ignorar quién toma las decisiones. Quien estuvo desde el inicio sabe que este club no nació para vitrinas, sino para representar a una ciudad trabajadora, con mar y con dignidad.
El Real Cartagena no puede seguir siendo souvenir. No puede ser recuerdo de temporada. No se merece titulares pasajeros. Porque en los barrios donde el fútbol todavía resiste, la esperanza no es tendencia: es pulso.
Este equipo pertenece a quienes lo soñamos cuando sólo había cemento, fe y un balón.
No es de quienes llegaron cuando había alfombra y micrófono,
sino de quienes aprendimos a esperar… cuando sólo existía la ilusión.
Algún día, Cartagena volverá a levantarse desde la derrota.
Y cuando llegue el verdadero ascenso —porque llegará—
no será una celebración de moda…
será un acto de memoria.
Ese día, esta crónica tendrá otra final.