A Álvaro lo mató el Fútbol

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Crónica 

35 años sin justicia: El recuerdo de Álvaro Ortega, un árbitro integro. y un hombre de familia

Por HEGEL Ortega. Madero.

El 15 de noviembre de 1989, a las ocho de la mañana, recibí una llamada de mi hermano Álvaro. Era una mañana cualquiera, pero aquella conversación se quedó en mi mente como un eco que aún no se apaga. Me recordó que debía llevar al tío Hernides al médico; acababa de llegar desde Robles con una cirrosis hepática. Pero Álvaro, como siempre, no dejaba que las preocupaciones ensombrecieran su voz. Hablamos de todo, menos de fútbol, aunque él iba rumbo a Medellín junto a su colega Jesús Díaz para arbitrar el crucial partido Medellín-América en los cuadrangulares finales del fútbol colombiano.

Aquel día, Álvaro, con su metro noventa de estatura, delgado y con apenas 31 años, transmitía una seguridad que le venía de siempre, un líder nato. Su entusiasmo era palpable; en su voz había una mezcla de alegría y confianza. Él estaba convencido de que aquel partido sería otro reto que superaría con la misma entereza que había mostrado siempre en el campo. No sabía que en la cancha y en las gradas había otras fuerzas en juego, invisibles y despiadadas.

Por aquellos días, el arbitraje en el fútbol colombiano estaba teñido de sombras. Los árbitros llegaban a los estadios sin saber si saldrían ilesos, tanto en su reputación como en su integridad. La designación de jueces se hacía a través de una terna y, minutos antes de iniciar el partido, una Balota decidía quién sería el central y quiénes sus asistentes. Esa noche, la suerte había decidido que Álvaro llevara la bandera de la justicia en un duelo marcado por la tensión y el peligro. Y él, íntegro como pocos, se entregaba a su trabajo con la confianza de que el fútbol aún era un juego limpio.

Dos días antes de su muerte, Álvaro había estado en Robles con mi padre. ya jubilado, soñaba con volver al campo y reanudar la vida sencilla de donde veníamos. Álvaro lo apoyaba en todo, y ese proyecto de volver a la tierra lo llenaba de ilusiones. Aunque las obligaciones lo ataban a la ciudad, en su corazón también latía ese anhelo. En nuestra familia, todos lo respetábamos y admirábamos; para nosotros, Álvaro era mucho más que un árbitro. Era un hombre noble, dedicado y con un propósito claro en la vida.

Pero el fútbol de 1989 estaba marcado por algo mucho más oscuro. Medellín, ciudad emblemática del fútbol, también era territorio de mafias y conflictos. Álvaro recibió una llamada en su habitación, horas antes de partir al estadio. Jesús Díaz me contó que esa llamada lo dejó inquieto, nervioso, como si algo oscuro le rozara la espalda. Aún así, no le dio mayor importancia. Al llegar al estadio, los periodistas, muchos de ellos bajo la influencia de las mafias, comenzaron a señalarlo, a cargar sobre sus hombros la responsabilidad de una derrota previa del equipo local, el Deportivo Independiente Medellín.

En el Pascual Guerrero, unos días antes, Álvaro había tomado una decisión en una jugada peligrosa que terminó con el balón en la red de Carlos Castro. Fue una decisión justa, pero la mafia y sus “muñequitos” la convirtieron en una ofensa imperdonable. Esa tarde, las críticas se volvieron un juicio de muerte. Álvaro, sin saberlo, había sido condenado.

Esa noche, cuando nos avisaron que Álvaro había sido asesinado, el mundo se nos derrumbó. Aún puedo sentir el dolor de mis padres, ese dolor que los acompañó hasta el final de sus días. Mi madre, Elvia, vistió de negro hasta su último aliento a los 74 años. Mi padre, un hombre de campo, jamás pudo organizar su finca como había soñado; su mente y su corazón quedaron destrozados por aquella noticia. No solo perdimos a un hijo, un hermano, sino a un hombre que representaba el ideal de justicia y nobleza en medio de la corrupción que devoraba nuestro país.

Álvaro nunca nos habló de enemigos, ni de amenazas. Él solo quería hacer su trabajo con integridad. Su sueño era seguir los pasos de su amigo y mentor, quien se preparaba para el Mundial de 1990 en Italia, luego de haber sido árbitro en México 1986. Álvaro compartía esa ambición, esa fe en que el deporte podía ser puro. Pero en aquel 1989, el fútbol estaba secuestrado por el poder y el dinero sucio.

Hoy, al recordar su vida y su trágico final, tengo claro que Álvaro no murió por un error en el campo ni por un enfrentamiento personal. A Álvaro lo mató el fútbol, un fútbol manchado, un fútbol que lo traicionó y lo convirtió en víctima de intereses que jamás compartió. Él fue una pieza de colección para los jefes que lo enviaron a Medellín sin decirle que era un condenado. Su único pecado fue creer en un deporte que, en el fondo, no le correspondía.

Mi hermano Álvaro fue asesinado por un fútbol que dejó de ser un juego para convertirse en una trampa mortal. A los que lo conocimos, nos quedó la certeza de que, de haber tenido una oportunidad, Álvaro hubiera vuelto a pelear por la justicia. Pero esa noche, le arrebataron su derecho a intentarlo.

Se cumplen. 35 años del cobarde asesinato de mi hermano y árbitro de fútbol Álvaro Ortega.
Un hombre que había nacido. Para amar a su esposa BETTY sus hijas. Mónica y Lorena y de una extraordinaria vocación de amor y lealtad por sus padres HEGEL. Elvia y sus hermanos. Una muerte que mientras no se haga justicia y se pague a sus herederos y sea lllevado a justicia y paz
La Paz en este fútbol no descansará.
este año en el juego Cali y 11 Caldas valido de la liga BetPlay por el el descenso se volvió a remover las fibras del dolor cuando amenizaron a nuestro sobrino Carlos. Ortega quien en la actualidad es árbitro FIFA. Hay algo claro que tanto Álvaro como Carlos contenía y contiene algo innegicisble y la dignifica. Podrán equivocarse por que se convive con el acierto y el error propio del ser humano. Pero nunca la honra y el buen nombre.